Recorrían por mis venas litros de miedo. Mis pasos eran analizados uno por uno antes de concretarse. No sostenía la mirada más de cinco minutos. Lograba inventarme un mundo de paz, sin ser consciente de su irrealidad. Por momentos, hasta me olvidaba de mi debilidad, y me creía el cuento de que todo estaba bajo control.
Pero, como en toda historia de amor, el momento que nunca hubiera querido vivir, llegó. Sin anunciarse con tiempo, ni preparándome el terreno para poder salir ilesa una vez más. Cuando me quise dar cuenta, su voz ya se hacía dueña de mis oídos, su pregunta generaba eco en mi interior, y mis lágrimas empezaban a mojar mis oyuelos. Mi garganta anudada no me permitía responder. Aunque, pensándolo bien, no creía saber la respuesta. Toda una vida planeando discursos y buscando soluciones a posibles conflictos, y yo ahí… sin saber que decir. Sus ojos me miraban pero mis ojos escapaban de los suyos.
Que ilusa que fui. Si hubiera sabido que solo se trataba de buscar las respuestas entre los recuerdos de nuestros días. Si hubiera podido descubrir con mayor rapidez lo cerca que estábamos de la verdad. Si hubiera sabido que solo bastaba con investigar más allá de nuestra sabiduría. Si hubiera podido sentir que tenía sus brazos para obrar de refugio ante cualquier derrumbe de mi ficticia tranquilidad. Si hubiera sabido que no solo existía la posibilidad de un NO. Si hubiera podido ver sus ojos llenos de lágrimas por el simple hecho de ver llorar los míos. Pero no. Me encapriché en llorar a viva voz, me sentí débil, me sentí acorralada ante tantas preguntas. Me sentí en un callejón sin salida, negada de tanta angustia, imaginando que la única solución era escapar y no volver a pisar nunca más ese edificio. La tristeza se apropió de mi ser. No quería estar ahí. No quería seguir escuchando preguntas. No quería responder. Pero tampoco quería aceptar la verdad. Había llegado hasta acá pensando en la fuerza que me caracterizaba. Y en realidad, no era fuerza, sino negación al conflicto, a la realidad, a lo concreto. Evadir no era ser fuerte. Escapar no era ser fuerte. Huir no era ser fuerte. Ser fuerte significaba afrontar los problemas, hacerse cargo de lo que sucedía, y seguir adelante intentando llegar a una solución. Yo, la “persona fuerte”, no tenía ni un gramo de fuerza o la fuerza me estaba tomando el pelo. “Basta nena, jugá tus cartas de una vez”, me dijo la voz de mi consciencia.
Entonces me animé. Y respondí lo que me salió en ese momento. Y obtuve más preguntas. Y pude responderlas, a mi tiempo. Y también pregunté, no me callé nada. Yo también tenía incertidumbres, dudas y planteos. Yo también quería saber. Ya no me importaban las posibles respuestas. Ya estaba lista para cualquier negación o afirmación. Ya estaba todo jugado. Ahora faltaba ver quien ganaba.
Para cuando reaccioné, sus abrazos me envolvían, sus palabras me hipnotizaban, y sus ojos me encandilaban. Se refutaban una a una mis hipótesis, el miedo se iba alejando con cada beso, y la ilusión volvía con cada caricia. Y las lágrimas también volvieron, pero como consecuencia de una inexplicable felicidad. Esa felicidad que se traduce en nuestras sonrisas cada mañana. Esa felicidad que se refleja en un claro empate, sin trampas ni ventajas.
Para cuando reaccioné, sus abrazos me envolvían, sus palabras me hipnotizaban, y sus ojos me encandilaban. Se refutaban una a una mis hipótesis, el miedo se iba alejando con cada beso, y la ilusión volvía con cada caricia. Y las lágrimas también volvieron, pero como consecuencia de una inexplicable felicidad. Esa felicidad que se traduce en nuestras sonrisas cada mañana. Esa felicidad que se refleja en un claro empate, sin trampas ni ventajas.