Una única puerta de entrada. Un laberinto escondido detrás de esa puerta. La decisión de atravesarla, sin mirar a atrás. Sabiendo las posibles derrotas y los posibles fracasos como consecuencia. La decisión de empezar a caminar, jugar, experimentar. Experimentar ese laberinto. Jugar en ese laberinto. Caminar en ese laberinto. Por momentos, un camino lleno de satisfacción, que confirman tus expectativas. Por momentos, un camino lleno de piedras, obstáculos, posibles de superar, pero muy díficiles. Y aparece. Y se hace presente. Y se ilumina, se hace visible, inconfundible, casi perfecta. Una puerta de salida. Una de las tantas falsas puertas de salida. Una de las infinitas forma de escapar, antes de tiempo. La tentación de acercarte. La tentación de alcanzarla. La tentación de abandonar el juego. Y huir. Correr. Lo más rápido posible. Y huir. Dejándote sin posibilidad de pensar en la meta final, sin posibilidad de ver el trayecto ya transitado. Haciéndote creer que es la mejor opción. Huir, y nada más. Engañándote. Mintiéndote. Nublando tu visión. Casi exigiéndote a ser cobarde. A huir, y no asumir la responsabilidad, el compromiso que te exigen tus decisiones. Tus decisiones, y de nadie más. Por malas o buenas, felices, tristes o dolorosas, tus decisiones. ¿Vale la pena huir a esta altura del camino?
1 comentario:
Yo creo que en esas huidas nunca terminamos de irnos, porque el mismo impulso que nos genera irnos es el que nos generó en un principio quedarnos. Y por más que cambiemos de aire, de rumbo, de pensamiento... esa puerta queda presente por siempre. Porque elegimos evadirla, y sabemos bien en el fondo que la queremos atravesar. Una eterna contradicción que llevamos dentro.
Me alegra ver que seguís escribiendo.
Un ebso.
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